Un pueblo dividido, una nación en pie de lucha
Crónica EDITH VALVERDE
Esa mañana de agosto, las hojas muertas cubrían las calles de Quito mientras soplaban los vientos y sonaban las sirenas de la policía. Fue en ese momento que los manifestantes, convocados por un sentimiento común de desesperación y ira reprimida que explotó después de años de sacrificios y promesas incumplidas, comenzaron a ocupar las principales arterias de la ciudad. El presidente Daniel Novoa acaba de asumir el poder, iniciando una nueva espiral de tensiones que claramente se vienen gestando desde hace mucho tiempo. Desde el primer día de su mandato, la presión pública no tardó en llegar. Ecuador se encontraba en medio de una grave crisis económica caracterizada por la inflación, el aumento de los precios de los combustibles y el desempleo que afectaba a miles de familias. Las promesas de mejorar la situación mediante políticas neoliberales fueron recibidas con sospecha. Los llamados a un cambio real se hicieron más fuertes. Entre ellos, los movimientos indígenas han demostrado ser los más organizados y han estado luchando durante décadas para proteger sus derechos y su territorio. Las calles de las ciudades y los campos rurales se convirtieron en escenarios de luchas sociales que abarcaron la política, la economía y la identidad nacionales. A finales de agosto comenzó a cobrar impulso un paro nacional convocado por la Confederación de Pueblos Indígenas del Ecuador (CONAIE). La petición fue clara. Pidieron al gobierno revisar los precios de los combustibles, detener los proyectos mineros que ponen en riesgo al país y aumentar la inversión social. En cuestión de días, se intensificaron las marchas, los controles de carreteras y los enfrentamientos con las fuerzas de seguridad. Lo que parecía ser una manifestación única se convirtió en una crisis nacional. Había tensión en las calles de Quito. La Plaza de la Independencia frente al Palacio de Carondelet se convirtió en un campo de batalla. Los gases lacrimógenos disparados por la policía se mezclaron con el humo de las barricadas levantadas por los manifestantes en la calle principal. Miles de ecuatorianos, desde estudiantes hasta agricultores, marcharon y corearon "¡Un pueblo unido nunca perderá!" mientras estallaban protestas en todos los rincones de la capital. En respuesta, el gobierno adoptó una postura dura y envió al ejército y a la policía para dispersar las manifestaciones. A principios de septiembre se informó de enfrentamientos violentos que dejaron varios muertos y centenares de heridos. Las redes sociales están llenas de impactantes imágenes de jóvenes enfrentándose a la policía con escudos antidisturbios, indígenas caminando descalzos bajo el sol abrasador de la montaña y ciudadanos con el rostro cubierto mientras siguen exigiendo soluciones. No pasó mucho tiempo para que la voz del gobierno fuera escuchada, condenando la violencia y prometiendo buscar el diálogo con los sectores más representativos de la movilización. Pero la desconfianza era palpable. Durante la crisis, las tensiones no se limitaron a Quito. En el Amazonas, ciudades enteras han bloqueado importantes vías de acceso y han exigido el cese de la producción minera y petrolera, actividades que, según afirman, están destruyendo el medio ambiente sin ningún beneficio tangible. En la Sierra central, grupos indígenas organizaron marchas masivas hacia la capital, un acto de resistencia que simbolizó su lucha por la supervivencia. Las comunidades se sintieron atacadas no sólo por las políticas económicas del gobierno, sino también por las grandes corporaciones que buscaban invadir sus comunidades. Cuando el conflicto empeoró y comenzó a principios de octubre, el gobierno de Noboa intentó contener las protestas mediante un proceso de diálogo, pero fue recibido con escepticismo. A pesar de las concesiones iniciales, como la creación de un fondo social para los más afectados por el aumento de los precios del combustible, los manifestantes se recuperaron y exigieron resultados más concretos. A medida que los días se convirtieron en semanas, hubo una creciente sensación de que la huelga se había convertido en una guerra de desgaste. Después de tres meses de lucha y presiones, en noviembre el gobierno aceptó una serie de reformas sociales para calmar la situación. Si bien este diálogo no resolvió todas las demandas, sí abrió la puerta a nuevas negociaciones. Sin embargo, las cicatrices del desempleo aún están frescas. La memoria colectiva de las comunidades afectadas, de las familias que perdieron a sus hijos y de quienes lucharon por su dignidad siguió resonando en plazas, campos y montañas. El paro nacional de 2024 significó un antes y un después para Ecuador. Fue un ejemplo concreto de las profundas desigualdades que todavía existen en este país y de la resistencia de las personas que no quieren ceder ante lo que consideran una injusticia. A pesar de las promesas del gobierno y los intentos de diálogo, la lucha por la justicia y los derechos de las comunidades más vulnerables seguirá siendo uno de los mayores desafíos que enfrentará Ecuador en el futuro cercano. El fuego de la protesta encendido en agosto continuó ardiendo en los corazones de muchos hasta finales de noviembre, recordando a todos que la lucha por la justicia social es un camino largo, difícil pero necesario.
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